El problema del cuidado en psicología: Un diálogo entre principios y sentimientos Destacado

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Por Christian Alfredo Rubiano Suza y José Alexis Blanco Rodríguez . 2017

 

Al pensar la responsabilidad dejando de lado el problema de su imputación (¿cuándo es posible imputar responsabilidad por algo?) para dirigirse a su contenido, esto es la pregunta qué es la responsabilidad, autores como Sartre, Horkheimer, Lévinas, entre otros, coinciden en que ser responsable tiene que ver con la asunción de un tipo particular de compromiso, cuyo contenido implica ofrecer respuestas discursivas (reconocimiento) y prácticas (cuidado) frente a los llamados que nos hacen los demás. En ese sentido, el ejercicio de la responsabilidad puede caracterizarse como una práctica que involucra el cuidado y el respeto por el otro y el mundo [1]. Sin embargo, para que esta formulación resulte productiva, es necesario que se indague sobre los modos en que tal práctica puede materializarse; para nuestro caso y de forma particular, al interior del ejercicio de la psicología. Con el propósito de contribuir a ese objetivo, el presente texto se ocupará de uno de los elementos que caracterizan a un psicólogo responsable, a saber, el cuidado que asume respecto de sí, respecto de los usuarios y colegas, así como de las instituciones en las que desarrolla su labor.

La psicología es una profesión con una responsabilidad social amplia que, por tanto, debe asumir compromisos de carácter ético. Para promover y garantizar esos deberes, que a la vez son derechos de los usuarios, se crearon los tribunales deontológicos; así mismo, se han venido desarrollaron reflexiones de carácter normativo sobre la manera en que debe darse la práctica psicológica. En esa línea resultan fundamentales las consideraciones que plasma la Ley 1090 de 2006, así como diferentes trabajos que desde COLPSIC y otras instancias se han realizado para comprender los compromisos al interior de una deontología profesional como la que cobija a los psicólogos. Estos trabajos encuentran una síntesis, aunque no se reducen a ello, en la nueva versión del Manual Deontológico y Bioético del Psicólogo, Acuerdo # 15, que fue presentado a la comunidad en el mes de febrero del año 2016 [2]. Allí los principios que deben guiar la práctica de los profesionales encuentran una fundamentación que trasciende el ámbito de lo legal para ubicarse, más bien, al interior de una reflexión moral que remite, en su espíritu, a la realizada por la Declaración de los Derechos Humanos y, en última instancia, a la idea de dignidad. Para ejercer la psicología de forma responsable, explica el manual, es necesario que los profesionales asuman en sus prácticas diferentes principios morales que buscan cuidar y reconocer la dignidad de los demás.

En el documento Ética y el ejercicio de la psicología en Colombia (2016) [3], Félix Rojas explica que el cuidado, en tanto componente de la responsabilidad, busca hacer justicia a la dignidad, para que esta se haga presente en las diferentes relaciones y espacios de nuestra vida. Pero ¿cómo entender ese concepto al que el cuidado apunta como objetivo? ¿Qué es eso de la dignidad? Sin pretender dar una respuesta última, quisiéramos empezar por la clarificación de algunos aspectos de esta noción, para comprender cuál es el llamado que la dignidad hace y la responsabilidad, la respuesta, a la cual aspira.


Principios éticos y la ética del cuidadoDivisiones de poder y género en psicologíaLos sentimientos moralesFormación de las relaciones y los sentimientos moralesLa empatía en el trabajo del Psicólogo

Tras la frialdad que está a la base del daño, las políticas que llevan al sufrimiento o la negación del otro, suele haber una característica común en las personas que participan de estas situaciones, a saber, una suerte de incapacidad para juzgar las consecuencias morales de sus actos y, por tanto, para preguntarse por qué se debería asumir una serie de compromisos con los otros que propendan por su cuidado, su libertad y su bienestar en sentido general. Se trata de lo que autores como Hannah Arendt, Philip Zimbardo o Stanley Milgram expresaban a través de tesis como la de la banalidad del mal o el problema de las fuerzas situacionales en condiciones de obediencia a la autoridad. Theodor Adorno sugería que aquel que no se cuestiona estas cosas suele tener una concepción sobre el otro, según la cual su valor reside en lo que puede brindarle, de suerte que la relación que entabla con los demás queda encapsulada en el ámbito de la lógica instrumental o mercantil, donde son valores como la utilidad o el beneficio propio los que sirven de criterio para la acción. Frente a la frialdad que ha colonizado nuestras relaciones y la incapacidad para asumir deberes morales más allá de nuestro círculo de afecto, hace falta, no solo realizar modificaciones institucionales que impidan el daño promoviendo la capacidad de juicio, sino también promover reflexiones profundas, que pensando en aquello que nos hace valiosos, permeen los sentimientos que se encuentran, junto a los juicios, a la base de nuestras acciones.

Cuando se vive en contextos en los que se ha naturalizado la violencia y esta no genera compasión ni redenciones al interior de relaciones de dominación, en el territorio de múltiples violencias simbólicas, etc. fácilmente puede generarse una sensación según la cual las relaciones deben ser, precisamente, ejercicios de fuerza en los que triunfa el más poderoso y donde se deja de lado la consideración por el daño moral que se le infringe al otro en la búsqueda de los propios intereses, de la satisfacción de los propios deseos, fundando así una cierta identidad narcisista incapaz de sentirse interpelada por las necesidades ajenas. En un contexto como el descrito es necesario no solo juzgar el daño, sino también hacerle frente a través de la construcción de otras maneras de comprender el mundo, esto es, de lenguajes que nos abran a perspectivas sobre las que sea posible construir relaciones de bienestar. La reflexión sobre la dignidad pasa entonces por un intento en la construcción de un lenguaje divergente al de la violencia que espera fundar relaciones de cuidado, reconocimiento y responsabilidad en virtud del valor de las personas.

La dignidad es un concepto que a lo largo del tiempo ha sido abordado desde múltiples perspectivas. Destacan, por ejemplo, las visiones de la dignidad como consecuencia y atributo. La primera puede encontrarse en aproximaciones de carácter teológico en las que se señala que los seres son dignos porque son creación de un ser supremo. En esta perspectiva, la dignidad es la consecuencia de una causa anterior al ser; tal es, por ejemplo, el sentido que guarda una frase como: “los hombres fueron creados a imagen y semejanza de Dios”. El problema con esta visión es que, basándose en un esquema causal, hace que de la verdad de la causa dependa la verdad de la consecuencia: si Dios existe y creó a los hombres, luego estos son dignos. Ahora bien, en el marco de una sociedad pluralista esta lectura resulta peligrosa ya que, al justificar la dignidad del hombre en la verdad de Dios, y teniendo en cuenta que esta razón no resulta vinculante para todos ni mucho menos demostrable, se puede caer en una visión totalitaria que imponga como justificación de la idea de valor que sostiene los deberes morales y políticos, una visión exclusiva del mundo.

Otra visión del concepto como atributo, que podemos encontrar en el espíritu de la sociedad griega y que encarna el problema de lo político, señala que es la pertenencia a un tipo particular de grupo lo que nos hace dignos. Esta lectura instaura una diferencia entre el nosotros y el ellos, que se convierte en la base para la construcción de la identidad de grupo; así las cosas, somos dignos en la pertenencia a un grupo que nos diferencia del otro que nos pone en cuestión y que, por su parte, carece de dignidad. Siguiendo esta línea, el otro que no es como nosotros se lo considera un ser de menor categoría: el bárbaro, el extranjero, el esclavo, la mujer. Sujetos frente a los cuales, desde esta lectura excluyente, no se tienen los mismos deberes que los que mantenemos con los nuestros. El problema de esta perspectiva es que encarna la violencia y puede convertirse en un elemento de legitimación del daño ya que, al hacer del otro un sujeto carente de dignidad debido a su diferencia, no tengo razones que me vinculen con su cuidado.

Un tercer camino, ligado al anterior, piensa que la dignidad es un atributo que se conquista; de suerte que su presencia en el ser es el resultado de un tipo particular de actos. Así, por ejemplo, se piensa que una vida digna es una vida virtuosa y que, en tanto la vida no responda a un cierto estándar moral, estético y político, no resulta digna. Tal es la idea que se puede ver en defensas del daño que afirman, por ejemplo, que cuando un victimario niega la dignidad de su víctima pierde la suya y que, por tanto, no merece nuestra consideración. Así mismo, es el tipo de justificación que se encuentra tras la defensa de castigos como la pena capital. El problema de este tipo de aproximaciones es que convierten a la dignidad en un atributo susceptible de poseerse o no y, en esa medida, no puede ser un valor vinculante que justifique los deberes que tenemos para con los otros en sentido amplio.

Dejando de lado estas perspectivas y más cerca de una lectura kantiana, se puede afirmar que la dignidad, al menos para la deontología psicológica, no es una consecuencia o un atributo susceptible de poseerse o no, sino más bien, una condición sine qua non del ser, lo que la hace inalienable, esto es un valor intrínseco que no requiere fundamentación adicional, sino que, por el contrario, es la base desde la cual se fundamentan los principios de acción. Esto quiere decir que, independientemente de la existencia de Dios, de la comunidad a la pertenecemos, o del tipo de vida que llevamos, la dignidad está presente en nosotros. Es en tanto que se considera a las personas como dignas en sí mismas que se instaura la necesidad de tratarlas como fines y no como medios, esto quiere decir no valerse de ellas sino, por el contrario, hacer lo posible para enriquecer su experiencia en términos de bienestar y reconocimiento. Respecto de la postura kantiana, Dorando Michelini (2010) [4] señala en su texto Dignidad humana en Kant y Habermas que:


En cuanto ser dotado de razón y voluntad libre, el ser humano es un fin en sí mismo, que, a su vez, puede proponerse fines. Es un ser capaz de hacerse preguntas morales, de discernir entre lo justo y lo injusto, de distinguir entre acciones morales e inmorales, y de obrar según principios morales, es decir, de obrar de forma responsable. Los seres moralmente imputables son fines en sí mismos, esto es, son seres autónomos y merecen un respeto incondicionado. El valor de la persona no remite al mercado ni a apreciaciones meramente subjetivas (de conveniencia, de utilidad, etcétera), sino que proviene de la dignidad que le es inherente a los seres racionales libres y autónomos (Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas, 12 (1), 41-49).

Decir que una persona es un fin en sí misma supone asumir acciones que den cuenta de tal valor absoluto. En ese sentido, el reconocimiento de la dignidad no es una pasividad; antes bien, es un continuo compromiso que se asume frente al llamado que la dignidad del otro nos hace. Siguiendo la lectura hecha por Emanuel Lévinas (2002) [5], a propósito del problema del rostro, podemos comprender que la dignidad se expresa en la simple presencia (no requiere palabras) y que demanda un tipo particular de compromiso, según el cual, se espera que frente a la necesidad se ofrezca ayuda, que en nuestras relaciones se asuman posiciones de cuidado recíproco.

Lévinas explica en Totalidad e infinito que el otro, sin decir palabra, todo el tiempo me está expresando algo: “no me mates” y “ayúdame si lo necesito”. Ese llamado es, precisamente, el que busca salvaguardarse al apelar a la noción de dignidad no solo al interior del Manual Deontológico Deontológico, sino también en la Declaración de los Derechos Humanos o la Constitución Política. El compromiso inicia con un proceso en el que debemos aprender a ver la dignidad, a través de un ejercicio de crítica que nos libere de las ideologías y conceptos que, como un velo, cubren esa presencia que manifiesta el ser. Hablamos, entonces, de una evaluación de nuestros prejuicios que nos abra a comprender al otro como un igual que merece nuestra consideración para, a continuación, entregarnos a un verdadero ejercicio de cuidado. Pero ¿Cómo comprender esta práctica? ¿Puede la psicología a través de su deontología realizar ejercicios de cuidado? ¿Cómo distinguir el paternalismo del cuidado? Estas preguntas, sus derivaciones e intersecciones serán, en sentido general, el objeto de las siguientes páginas.


Una parte fundamental del cuidado, no solo para los psicólogos, sino para cualquiera que esté interesado en la acción moral, tiene que ver con el cuidado de sí mismo que, de hecho, es la condición para ejercer cualquier tipo de cuidado para con los otros. ¿Qué es cuidar de sí? Para los clásicos, comenta Foucault (2010) [6] en su curso El coraje de la verdad, el cuidado era ante todo una práctica que remitía al sujeto que la practicaba. El ejercicio del cuidado aparece como un cuidar-se del peligro, de los otros, de sí mismo; se trata de una actividad que tiene dos dimensiones: el cuidado del cuerpo y el cuidado del alma que, valga aclarar, no tiene que ver, al menos de forma inmediata, con la lectura que ofrece el cristianismo de este término. Para los griegos, el culto al cuerpo y su belleza (que se expresa en las capacidades atléticas), es fundamental para poder ser considerado un verdadero hombre, para poder ejercer el poder que implica la capacidad de gobernar a los otros sean conciudadanos, esclavos, familia, etc. Hablamos de un ejercicio, una labor en la que los hombres se cultivan para poder desempeñarse en la guerra, para consolidar la fuerza que hace posible la ejecución del poder de gobierno. No obstante, el paradigma de la integridad reclama, a su vez, el cuidado del alma, del pensamiento y las pasiones, de los impulsos, cuidar-se de la hybris; en otras palabras, realizar un continuo ejercicio de prudencia en el que se busca el conocimiento y la virtud.

Aunque ya no sea el problema de la guerra o el del gobierno de la polis lo que nos ocupa, se trata de una aproximación que sigue siendo válida en tanto que nos muestra que la condición para cualquier labor, es un cuidado autorreferencial que busque el continuo enriquecimiento de la persona a través del ejercicio y la reflexión. Para el caso de los psicólogos esto se transforma en el deber de ejercer su profesión con los más altos estándares, y reconocer los límites de su competencia y de sus técnicas. En la Ley 1090 de 2006 esto se expresa a la manera de un deber: “solamente prestarán sus servicios y utilizarán técnicas para los cuales se encuentren cualificados” (Art 2). Cuidar de sí, implica a su vez, tomar precauciones respecto de aquellas áreas que carezcan de estándares reconocidos, a la vez que mantenerse “actualizados en los avances científicos y profesionales relacionados con los servicios que prestan” (Art 2). Pero, dado que el autocuidado solo es posible en una institución que lo promueva, los empleadores cuidarán de los psicólogos “garantizando su integridad física y mental” gracias a condiciones laborales adecuadas, lo que implica “contar con el recurso humano, tecnología e insumos adecuados y necesarios para el desempeño oportuno y eficiente de la profesión” (Art 9), mientras se promueve el respeto y reconocimiento del psicólogo como un profesional científico.

El cuidado del alma para los griegos implicaba asumir la máxima que coronaba el oráculo de Delfos: “gnóthi seautón”, “conócete a ti mismo”, según la cual la búsqueda del sentido, la orientación que se espera brinden los dioses a través de la pitonisa, se resuelve gracias a la interpretación que de sus palabras realizan los hombres en virtud del conocimiento que tienen sobre sí. Es famoso el relato de Platón [7] en el que se cuenta que un amigo de Sócrates fue a Delfos con el objetivo de preguntar quién era el hombre más sabio, a lo cual el oráculo contestó que era Sócrates, lo que, sin embargo, no le resultaba evidente al filósofo. ¿Cómo entender las palabras según las cuales, pregunta Sócrates, él es el hombre más sabio, a pesar de que sabe que no tiene certezas sobre cosa alguna? La respuesta para Sócrates aparece cuando reflexiona sobre lo que sabe de sí mismo, hasta que logra comprender que él es el hombre más sabio, precisamente, porque sabe que nada sabe y no pretende, como otros que se llaman a sí mismos sabios, saber lo que no sabe. El punto de esta historia está en que la claridad sobre las palabras del oráculo, Sócrates la obtiene porque cumple con aquello que el oráculo demanda: conocerse a sí mismo y esto significa saber juzgar las propias fuerzas y sus alcances.

Acá podemos encontrar una relación directa con la deontología en psicología con el Principio de Integridad, ya que señala que los psicólogos “son cautos y reconocen los límites de sus conocimientos, técnicas, competencias y experticias”. Sócrates señala la importancia del autoconocimiento, prudencia sobre las propias capacidades y actuación de acuerdo a ellas, esto hace sumamente importante para el psicólogo tomar consciencia para sí de cómo podrá, y hasta dónde podrá afectar, a sus usuarios. Siguiendo este principio, y con el propósito de cuidar el bienestar de sus usuarios, implica para los psicólogos ser veraces y conscientes de sus capacidades, de forma que al publicar o anunciar sus servicios se promueva una decisión informada. Esto conlleva a asumir como práctica de prudencia la aplicación del Consentimiento Informado, que busca cuidar del usuario dándole información completa sobre el alcance, método y pronóstico de la intervención que se realizará; un consentimiento que haga explícito aquellos límites que como psicólogo reconoce de su práctica. El Manual Deontológico lo expresa del siguiente modo:

El principio de veracidad corresponde a la obligación moral de cuidar y respetar la información transmitida al consultante buscando siempre velar por su autonomía para que pueda tomar las decisiones correspondientes, es decir, seguir las reglas que rigen la revelación de información para alcanzar el consentimiento del paciente. De esta manera, para que el consentimiento sea acorde con la autonomía, el profesional debe ofrecer información pertinente y clara acerca del proceso y de los beneficios y riesgos a los que se expone el usuario, tanto si acepta como si rechaza el servicio profesional (p. 80)

Para los clásicos el cuidado de sí consiste en el cultivo del cuerpo y la búsqueda del autoconocimiento, con el objetivo de resolver los problemas y poder gobernar. Hablamos de salud, intelecto y control. A propósito de este último aspecto, los griegos consideran que una de las mayores fallas que pueden tener los hombres es no saber gobernarse a sí mismos y sucumbir ante el peso de sus pasiones e impulsos: el hombre que se deja llevar por la ira, el amor, la tristeza, los celos, entre otras cosas, no sería una persona virtuosa que se autogobierna, pues al no conocerse lo suficiente, no sabe controlarse y, de tal suerte, no puede afirmarse que cuida de sí. Antes bien, es un esclavo que es gobernado por sus impulsos. Para el caso de los psicólogos esto resulta fundamental tenerlo en mente ya que muchas veces sus pasiones los pueden llevar a extralimitarse, cayendo en lógicas paternalistas o atentando contra sus usuarios, por ejemplo, al discriminarlos por alguna condición, o al terminar por entablar una relación afectiva en la condición de jerarquía que implica la relación con el usuario, por no mencionar el carácter vulnerable de este último. Este asunto del paternalismo, no obstante, será desarrollado más adelante.

El cuidado de sí busca crear las condiciones que permitan actuar de forma libre en conformidad con los propios juicios. Para los griegos, cuidar de sí es garantizar lo que llamamos autonomía y no ceder ante el poder de otros que no son como ellos. El otro, para los griegos, no es un igual, sino más bien el bárbaro que los pone en cuestión, el extranjero, la mujer. No obstante, a diferencia de los griegos y a la luz de la idea de dignidad, nosotros consideramos que cualquier otro es un sujeto de derechos al que debemos responder. En ese sentido el cuidado de sí de los clásicos debe ser matizado y comprenderse no solo como la búsqueda de la propia autonomía, sino como el trabajo en el que creo condiciones para que, en el marco de relaciones de igual respeto, aunque no siempre horizontales, todos los participantes puedan ejercer su propio juicio y actuar en conformidad con lo que consideran valioso. Para el caso de los psicólogos y en particular al interior de la relación con sus usuarios esto implica respetar profundamente las creencias del otro, estar dispuesto a escucharlo y explicarle con detalle cada uno de los procedimientos a realizar, así como guardar el secreto de la información recibida y no usar categorías o etiquetas absolutas que generen desvalorización o discriminación.

Aunque hasta ahora se haya presentado una visión de los griegos como una sociedad excluyente, lo cierto es que buena parte del pensamiento de los filósofos clásicos y algunas de sus prácticas apuntan al reconocimiento del otro como igual. Respecto de estas visiones vale la pena destacar que para los griegos, explica Foucault (2010) [6], la posibilidad de resistir al gobierno de los otros, solo es posible por un otro que es la condición del cultivo y el autoconocimiento. Foucault explica que en la Grecia Antigua es muy clara la idea según la cual solo podemos conocer de nosotros mismos gracias a un otro que nos dice verdad, figura que los griegos llaman el “parresiasta” y que encuentra su símbolo, nuevamente, en Sócrates.

Este filósofo es un sujeto que encarna la parresia al decir verdad pues, dirigiéndose a aquellos que creen que saben sin saber, se vale de preguntas que les muestra que no saben ya que las respuestas que ofrecen son contradictorias, tienen vacíos o conducen a sin salidas. Para sus interlocutores tal situación constituye una posibilidad de conocer sus propios límites, errores y dificultades, con el fin de solucionarlos y, de tal suerte, fortalecer su autocuidado y escapar de la esclavitud que les generan sus posiciones infundadas y falsas creencias. El parresiasta es una figura que, poniéndose en riesgo y a riesgo de poner en juego la amistad y la relación, le dice verdad al otro para que este pueda avanzar en su autoconocimiento y cuidado. Se trata de una figura que a lo largo del tiempo ha tomado diferentes formas pero que sigue siendo latente en épocas contemporáneas, precisamente, en profesiones como la psicología. Cuando el psicólogo se encuentra con su usuario o su sujeto de investigación, realiza un ejercicio de cuidado en la búsqueda de solución de un problema; entra en el juego de la parresia y ha de decir verdad para que la persona a la que se dirige pueda, precisamente, gracias a ese otro que lo interpela, tomar las mejores decisiones posibles basado en elementos de juicio sólidos. Esto se expresa a manera de deber del psicólogo y como un derecho del usuario en diferentes situaciones; vale la pena destacar aparte de las ya mencionadas, aquellas que tienen que ver con los procesos de investigación; al respecto la Ley 1090 de 2006 señala que el ejercicio de cuidado consiste en que los psicólogos mantengan suficientemente informados a los usuarios tanto del propósito como de la naturaleza de las valoraciones, de las intervenciones educativas o de los procedimientos de entrenamiento y que reconozcan la libertad de participación que tienen los usuarios, estudiantes o participantes de una investigación. Ahora, cuando la condición del usuario no permite su consentimiento, el psicólogo debe dirigirse a los padres o tutores para proteger los derechos de los sujetos en condición de vulnerabilidad. Respecto de la investigación con animales y en tanto que estos también son objeto de derechos, en dónde no existan reglamentaciones específicas, los psicólogos deben cuidar de estos asegurando su bienestar y tratando de reducir al máximo el dolor y la cantidad de animales usados a través de simulaciones con computadoras o modelos in vitro en los casos en que sea posible. En cuanto a la presentación de informes y conclusiones de investigación, el cuidado del psicólogo se manifiesta como un ejercicio de prudencia que depende de la estandarización y evaluación de las pruebas que usa; al respecto la ley 1090 recuerda en su artículo 47 que “no son suficientes para hacer evaluaciones diagnósticas los solos tests psicológicos, entrevistas, observaciones y registro de conductas; todos estos deben hacer parte de un proceso amplio, profundo e integral”.

Para los griegos la parresia es una figura necesaria para el progreso de la polis; no obstante, una figura política profundamente riesgosa para el que la asume, pues cada vez que se interpela al otro no solo se pone en riesgo la relación que se tiene con este, sino que también se pone en riesgo la propia vida. Tanto la condena a muerte de Sócrates, como la esclavitud que le impone a Platón el gobernante de Siracusa, son el resultado de su papel como parresiastas; ellos son hombres que han decidido ser el otro que, a fuerza de verdad, le permite a los otros auto-conocerse, aun cuando por ello puedan perderse a sí mismos. Pero, ¿por qué alguien elige ser el intermediario que garantiza el cuidado de otro, aun cuando tal labor lo puede poner en riesgo, es decir, por qué aceptar cuidar a otro a pesar de sí mismo? ¿O será, más bien, que esa falta de autocuidado del parresiasta es tan solo aparente y, por el contrario, constituye un cuidado más profundo?

Aunque en los griegos la figura del yo, de la autoría, es muy fuerte, lo cierto es que la construcción de dicha particularidad se da sobre la conciencia de una totalidad; el griego nunca deja de lado su comunidad, por el contrario, ve en ella la condición sin la cual no sería posible la construcción de su particularidad. Por tal razón, la figura del nosotros y del deber para con su comunidad es de gran importancia. Se trata de una intuición política según la cual, debido a que es la comunidad la que garantiza el éxito de los individuos, estos le deben sus servicios y dedicación; así, por ejemplo, los espartanos veían el servicio militar como algo obligatorio, mientras que los atenienses juzgaban, de igual modo, la participación en la asamblea. Para un griego, servir en la guerra o debatir en la asamblea no constituye una carga sino un honor en el servicio a su comunidad. Hablamos de lo que en términos contemporáneos llamamos responsabilidad social, un deber fundamental que constituye un ejercicio de cuidado respecto de nuestra sociedad. En el caso de los psicólogos, lo que está en juego no es entregar la vida, pero sí una serie de acciones que reflejan la vocación de servicio de la profesión a través de ejercicios de responsabilidad y solidaridad como la crítica constructiva a las instituciones (autonomía), la denuncia de las circunstancias de injusticia u opresión (beneficencia), el dedicar tiempo a labores de apoyo comunitario sin buscar retribución económica para promover el desarrollo y conocimiento de la sociedad (justicia), de igual manera el rechazar prestar sus servicios cuando sepa que serán mal utilizados y llevaran al detrimento de personas, grupos o pueblos (no maleficencia).

Si evaluamos la figura del parresiasta sobre el trasfondo de una visión política comunitaria podemos comprender que para los griegos, dado que decir verdad es algo fundamental para el progreso de la polis, pues le permite comprender sus errores, los riesgos que ello acarrea son menos importantes en comparación al beneficio que genera; razón por lo cual podemos afirmar que el parresiasta no es alguien que está dispuesto a dejar de cuidar de sí, sino que, por el contrario, su actividad es un acto de cuidado aún más profundo que el cuidado egoísta ya que él cuida, de hecho, la condición que permite el éxito de los individuos, esto es, la comunidad política y, con ello, de sí mismo. Lo mismo ocurre con los psicólogos, su compromiso con la comunidad en general es la garantía y condición de su éxito.

Esto nos permite ver que el cuidado no solo supone un otro que es la condición para el auto-cuidado, sino que, además supone actividades que constituyen un cuidado del otro, como lo es la actividad del parresiasta que cuida de su comunidad. Foucault muestra que esta figura del sujeto que dice verdad por el bien de la comunidad política, ha estado presente a lo largo de la historia con otras manifestaciones, como la del confesor al interior de la pastoral cristiana o la del psicólogo y el psicoanalista en épocas contemporáneas. Mientras el confesor escucha al otro con el propósito de redimirlo, el psicoanalista, por ejemplo, escucha al otro para ayudarle a crear sentido; en ambos casos se trata de un sujeto que da respuesta y contribuye al autoconocimiento de los otros, mientras cuida de su alma o su mente. Vale la pena destacar que en estas dos figuras, de forma más explícita que en la del parresiasta, la respuesta que se ofrece al otro es, ante todo, una escucha que, no obstante, no constituye una pasividad. Lo que nos permite comprender que el cuidado del otro halla su primer término como escucha, esto es, como reconocimiento de las necesidades por las cuales el Otro demanda mi atención.

Dado que la escucha es la antesala a un discurso, se comprende que el cuidado, a su vez, tiene que ver con la clarificación de un sentido. El cuidado que empieza como escucha deviene creación de sentido a través de la construcción de un discurso. Pero, en este punto, es necesario ahondar en el espacio de la crítica y poner de manifiesto una posible contradicción a la que puede llevar cierta interpretación de la construcción del sentido. Hemos de recordar que el autocuidado, en tanto que apuesta por el ejercicio de la libertad y la autonomía, espera que los otros no impongan su poder ni su juicio sobre el sujeto del cuidado; pero, al interior de la construcción discursiva, sobre todo cuando la relación entre las personas es de naturaleza jerárquica, siempre existe el riesgo que el cuidado que empezó como una escucha y devino discurso, termine por imponer ese discurso al sujeto del cuidado; esto es, precisamente, lo que está a la base de profundos riesgos como lo son el paternalismo o las visiones asistencialistas, que le niegan al sujeto la posibilidad de elegir por sí mismo y lo condenan a tomar las decisiones que otros consideran más adecuadas para sí.

Si el cuidado busca, entre otras cosas, la protección de la libertad y la autonomía, el ejercicio de cuidado que lleva a la imposición de un sentido entraría en contradicción con esta normativa primera. Cuidar del otro, al menos en este plano, no puede ser la imposición de un sentido sino la reflexión y búsqueda de las herramientas para que el otro encuentre su propio sentido en conformidad con lo que considera valioso. Así puesto, el ejercicio del cuidado tendría que ver con la promoción y fortalecimiento de las herramientas de juicio necesarias para la toma de decisiones y no con la imposición de caminos de acción en conformidad con los intereses y creencias particulares de quien cuida. Este es un énfasis que se presenta en algunas técnicas de terapia como la de Aceptación y Compromiso (ACT) y la Analítica Funcional (FAP).

La reflexión sobre el cuidado desde la práctica del decir veraz que se expresa en la parresia griega, nos muestra que el cuidado es, ante todo, algo que se da en el marco de una relación. Si bien por la forma de la exposición puede darse la sensación de que en esta un sujeto asume las veces de cuidador, mientras que el otro las de sujeto del cuidado, lo cierto es que se trata de una relación mutable en la que el cuidado no guarda una dirección particular, sino más bien un carácter recíproco. Hay ocasiones en las que requerimos del cuidado del otro, así como circunstancias en las que asumimos el rol de cuidadores. En ese sentido surge la pregunta respecto del modo en que los usuarios pueden asumir posiciones de cuidado respecto de los psicólogos. En sentido general podríamos afirmar que los usuarios pueden cuidar de sus psicólogos respetando y reconociendo su experticia, respetando la objeción de conciencia, siendo veraces, cumpliendo sus compromisos económicos, cuidando el buen nombre, más todo aquello que supone el reconocimiento de su dignidad en términos de derechos fundamentales, laborales, civiles, etc.


La dignidad se niega a ser contenida, aun cuando el cuerpo y la palabra sucumben al encierro. Pero, así como estos, su carácter es frágil y requiere de un ejercicio de cuidado que le permita darse o permanecer. Lévinas (2002) [5] muestra como en la relación que se presenta con el otro surge la naturaleza del cuidado al señalar que, si bien la destrucción del hombre por el hombre no niega el rostro, así como la dignidad no se pierde por vivir en condiciones indignas, el rostro solo puede manifestarse en la finitud del sujeto, en su cuerpo y su lenguaje, del mismo modo que la dignidad solo se presenta en ciertas condiciones que le permiten su expresión. El rostro hace parte de lo infinito, pero solo se manifiesta en la finitud, de suerte que responder al rostro del otro, a sus llamados, supone por principio atender, cuidar, acoger al otro en el sentido más cotidiano. Lévinas encontraba en tal acogida que él llamaba la hospitalidad, el deber del hombre para con el hombre, un deber que caracterizaría al pensamiento ético y que él esperaba, pudiese ser adoptado de forma tal que todas nuestras acciones lo tuvieran a la base, sin importar su naturaleza.

La hospitalidad, explica Lévinas, se opone a la hostilidad y nos permite hallar nuestro valor, al actuar teniendo en consideración el “para el otro”, antes que el “para nosotros mismos”. Nuestro deber de cuidado, señalaba Lévinas, es absoluto y equiparable al deber con el infinito; traslapando la figura de Dios, explica Hilary Putnam (2004) [8], Lévinas ha hecho del Otro el valor absoluto, de suerte que su apuesta podría entenderse como si lo que Lévinas pidiera, para hacer frente al mal, al daño y la muerte, es que actuáramos con el Otro como si estuviéramos ante Dios mismo.

El cuidado en Lévinas se comprende como hospitalidad, pero, en esa medida, requiere una clarificación, ya que la apertura de la casa, el en-casa que deja entrar al otro, bien puede convertirse en un riesgo difícil de detectar, en tanto que se presenta como generosidad. Abrir la puerta de nuestra casa es una metáfora que, no obstante, no quiere ser una ficción. Abrimos ante el llamado, pero abrimos protegidos por una cadena, abrimos con condiciones; sin embargo, lo que espera Lévinas es que en la ética como hospitalidad la condición no aparezca como respuesta al llamado, sino que, la apertura sea incondicionada. Se trata de tener abierta la puerta, recibir a cualquiera y, no obstante, al entrar, no encerrarlo, no condicionarlo, no imponerle nuestro poder ni nuestro juicio; esto es evitar el paternalismo y hacer del cuidado una actividad que busca que lo infinito se manifieste en lo finito, que busca hacer florecer al otro, hacerlo alcanzar su potencia en conformidad con su propio juicio.

En cualquier caso, la actividad que surge como respuesta, la acogida que se abre a la necesidad del otro, si quiere dejar de lado la imposición del poder que presiona y limita, requiere que se re-piense el papel del lenguaje, el papel del discurso como creador de sentido. Dado que el otro se me ofrece siempre a través de una ventana, bien sea la que le impone mi mirada que es lenguaje o su presencia que me mira o me habla, que también es lenguaje, que se expresa en el lenguaje, esto es como discurso, es imprescindible que el lenguaje de nuestra relación no sea tal que lo niegue, lo minimice, lo humille, o lo trate como un objeto. En ese sentido el cuidado que le ofrezco al otro es, en esta medida, un problema de discurso. Para los psicólogos, explica el Manual Deontológico, ello implica la necesidad de asumir un profundo cuidado para evitar que con lo que del otro se dice, o con lo que se le dice, se le generen perjuicios de injustificables (supresión de derechos, restricciones, inducción de conductas nocivas, atentados contra su integridad); en esa medida, resulta importante que los psicólogos sean críticos con las categorías de la enfermedad y la patología y aprendan a ver a sus usuarios más allá de estos moldes para poder comprenderlos, antes que diagnosticarlos.

Se puede afirmar, no obstante, que el cuidado tiene que ver con la satisfacción de las necesidades del otro y que, en esa medida, lo fundamental del cuidado es un problema vital, más que discursivo. No cabe duda que el hambre de pan es tan urgente como el hambre de justicia, pero su satisfacción no es, propiamente, el objeto del cuidado, sino su condición. La satisfacción de las necesidades vitales es la base para la perseverancia del hombre, pero no es, en modo alguno, el sentido último de su vida. En tanto que la satisfacción de tales necesidades es, tan solo, un primer momento del deseo, casi un instinto, leerlas como totalidad sería apresurado y reduciría la figura del hombre a la de un animal sin historia. Las pretensiones de los hombres son mucho más amplias y remiten, ante todo, al problema del sentido y la creación de un proyecto de vida. Una forma de entender este fenómeno es la Pirámide de las Necesidades humanas de Maslow, que precisamente organiza jerárquicamente las necesidades desde las fisiológicas hasta las de autorrealización, pasando por las de seguridad, afiliación y reconocimiento.

Para Lévinas el cuidado que remite al rostro del otro, si bien tiene como condición la satisfacción de la necesidad, tiene como fin el deseo, es decir aquellas pretensiones que remiten a la construcción del sentido. Cuidar al otro es obrar de tal modo que este pueda perseverar en su ser gracias a un trato que no lo cosifica, sino que da cuenta, en su contenido, de la grandeza del sujeto del cuidado; cuidar no es satisfacer una carencia sino tener la experiencia de un exceso, esto es el reconocimiento de que el otro no es reducible a un objeto ni a la medida de lo que yo soy. En tanto que el otro se me presenta como lenguaje y mi contacto con él también es lingüístico, el cuidado se manifiesta como cuidado del discurso, lo que significa, en primer término, no leer al otro desde categorías que son un velo a su infinitud, a su dignidad.

En el marco del mito bíblico existe un pasaje del génesis cuyo sentido e importancia no debería perderse de vista, al reflexionar sobre el problema del cuidado como discurso; se trata, de hecho, de un pasaje que resuena en la obra de Lévinas. Mientras avanza la creación y antes de que, del cuerpo de Adán haya sido creada su compañera (el Otro), Dios le impone una tarea al hombre: Adán ha de nombrar las cosas, el mundo, los animales, todo aquello que él no es y que está a su disposición, en otras palabras, la serie de objetos sobre los que puede ejercer su poder. Allí el nombre, el nombre propio que se adjudica es un sello, la huella que simboliza el poder y que le da realidad a lo otro a partir de la mirada y la palabra del hombre. Si el mundo se comprende a través de la mirada que lo nombra, el hombre aparece, entonces, como la medida que configura la experiencia posible de lo Otro y del Otro. Pero en este punto, cuando Adán nombra a la mujer, cuando le da su nombre propio al Otro es, precisamente, el instante donde la violencia llega al mundo pues, lo que ha ocurrido, es la legitimación del poder del hombre sobre el hombre. El mal y la violencia, reflexionaba Walter Benjamin (2001) [9], llega al mundo por el hombre a través del lenguaje.

Jacques Derrida (1971) [10] ha señalado que la mayor parte del lenguaje de la filosofía occidental se ha construido sobre los principios de la tradición griega y, en esa medida, sobre un modo de comprender de carácter absolutista, universalista, masculino. La mayor parte de los discursos filosóficos de occidente son de carácter falogocéntrico, se presumen absolutos, son excluyentes, no aceptan la alteridad y se sustentan en un proceder fálico, penetrante, violento y masculino (lo que no implica “de hombres”) que se impone sobre el mundo para domarlo, gobernarle, a través de conceptos que persiguen intereses particulares, mientras se sustentan en ejercicios de violencia que sangran. Frente a esta manera de conceptualizar se opone una perspectiva femenina (que no es equiparable a “de mujeres”) que, antes de penetrar el mundo e imponerle su violencia para gobernarlo, se abre a este para acoger múltiples perspectivas sin presumir cierres interpretativos sino, más bien, potenciando la multiplicidad de discursos (el enriquecimiento de la experiencia) sin buscar los consensos absolutos sino, más bien, la posibilidad del disenso no violento.

Para Lévinas este poder de la palabra como creadora del mundo, de su sentido, no obstante, halla su límite en la figura del Otro, la mujer, lo femenino que es la representación de todo Otro y de la ética. El nombre que el ser humano se da, debería ser símbolo, huella de la grandeza y santidad que lo configura. El “no matarás” constituiría la respuesta a la santidad del Otro que es nombrado con un lenguaje diferente al de la coacción. Frente al mito bíblico lo que espera Lévinas es que el Otro no sea un objeto más del mundo que se designa con sus categorías y, en esa medida, sobre el cual se pueda, por derecho, ejercer el poder. El Otro, por el contrario, reclama según Lévinas de un lenguaje especial que no sea un cerco sino, más bien, un discurso que le permite florecer y realizar sus potencias. En el sentido más práctico esto significa que el camino del cuidado está en la realización de un ejercicio de crítica que permita poner en cuestión los discursos que limitan, para abrirnos, no a un espacio más allá del lenguaje, sino a la ampliación de nuestras categorías y prácticas que refieren al otro.

En esa misma línea Lévinas piensa el cuidado como feminidad, lo cual no implica que se trate de un territorio privilegiado a la “mujer”; antes bien, lo que está en juego es la adopción de prácticas discursivas que desde la vitalidad promueven la vida. Una feminidad que, en hombres y mujeres que rechazan las violencias que sangran, los abre para acoger en sí, a los otros de forma incondicional. Esta acogida es una apertura que no quiere indagar en el Otro para descubrirlo, revelarlo, develar su misterio, sino una acción que crea un territorio para que el otro pueda hacer de sí expresión del reconocimiento recíproco.

La reflexión adelantada por Lévinas abre la posibilidad de pensar modos divergentes de comprender los problemas de la moralidad en tanto que da cuenta de una diferencia entre lo masculino y lo femenino. Lévinas ve en lo femenino y en particular en la figura de la maternidad, un símbolo para ejemplificar lo que él considera propio de la ética, esto es: un compromiso incondicionado con el cuidado del otro. No obstante, es necesario aclarar que la referencia a esta distinción no es naturalista, así como tampoco se trata de un ejercicio que esencializa el género; Lévinas pretende, más bien, explicar que este compromiso ético femenino no es, tan solo, posible para las mujeres y que los hombres, de igual manera, son capaces de tal planteamiento pues su naturaleza no está confinada a una masculinidad violenta. Bien puede darse la ética en hombres y en mujeres, pero esta se parece, señala el autor, a los valores que históricamente ha encarnado la feminidad respecto del otro masculino.

Un planteamiento de esta naturaleza se encuentra en ciertas lecturas adscritas a la ética feminista que, apoyada en la psicología, se conocen como ética del cuidado. Históricamente hablando, el trazado general de esta postura ha sido rastreado, aproximadamente, hacia mediados de la década de los 80 del siglo pasado. Los comentaristas ubican en la obra de Carol Gilligan (1982) [11] uno de los trabajos fundacionales de esta corriente, y en particular, destacan aquellas hipótesis derivadas de una serie de estudios vinculados a la psicología del desarrollo moral iniciada por la figura de Lawrence Kohlberg, para quien, el desarrollo moral de los sujetos no solo es uniforme, sino que, además, se encuentra estrechamente relacionado con el uso de la razón. En esa medida, las diferencias que Kohlberg encuentra entre el razonamiento moral de hombres y mujeres, las interpreta como el resultado de un uso incompleto y deficiente de la razón de parte de estas últimas. Ante lo cual Gilligan, reinterpretando gran parte de los resultados más importantes del trabajo de Kolhberg, responde que el autor no ha percibido que el problema no remite al uso de la razón, sino que lo que se esconde a la base de esta diferencia es otro modo legítimo para enfrentarse a los asuntos morales, que dejando de lado los principios y las máximas, encuentra sus criterios de acción en una apertura hacia el uso de los sentimientos morales. A continuación, a partir de la lectura de varios autores de esta corriente, esperamos ofrecer un panorama general sobre la propuesta que nos permita hallar elementos enriquecedores para la práctica del cuidado en la psicología.


La ética del cuidado, al menos desde el punto de vista académico y disciplinar, ha sido descrita como una de las dos grandes aproximaciones feministas a la dimensión moral de las relaciones humanas (Tong 2014) [12] [13]. Se trata de una nueva forma de entender, reformular y repensar los diferentes esquemas y modelos interpretativos que tradicionalmente han sido utilizados por la ética, ya no desde la defensa de deberes y principios universales, sino desde el punto de vista de la experiencia femenina; ya que es desde el terreno de las prácticas, los hábitos y las costumbres desde donde se puede constatar que las aproximaciones éticas tradicionales (deontología, utilitarismo, ética de la virtud) han oscurecido la experiencia moral, no solo de las mujeres, sino en general de aquellos grupos humanos que han sido históricamente marginados (Slote 2007) [14], debido a que estos grupos nunca han sido quienes postulan los principios, sino a quienes, en el marco de relaciones de poder, se los imponen sin dar cuenta de sus aspiraciones y expectativas.

Tal y como ha sido destacado por Allison Jaggar (2000) [15], las teorías éticas tradicionales han desestimado el papel que juega la mujer en el centro de sus consideraciones y con esto, han generado por lo menos tres grandes problemas. Primero: las aproximaciones éticas tradicionales han trivializado aquellos conflictos morales que nacen en la “esfera privada” de la vida humana por considerarla una dimensión exclusiva para los cuidados del hogar y de los niños. Segundo: las posturas éticas tradicionales han sobrevalorado rasgos culturalmente asociados a lo masculino, como la “independencia”, la “obligación” y la “autonomía”, al mismo tiempo que han restado crédito a nociones convencionalmente asociadas a lo femenino, como la “interdependencia”, la “ausencia de jerarquías” y la “empatía”. Tercero, y tal vez el problema más importante, es el hecho de que las éticas tradicionales han privilegiado una cierta modalidad para el razonamiento práctico, colocado un gran énfasis al tema de la universalidad y la imparcialidad, pero dejando a un lado otras formas de razonamiento, que ponen en el centro de la discusión el carácter relacional de nuestras interacciones morales y el papel que juega el contexto en la toma de decisiones del individuo. Sin embargo, afirmar esto no significa que la ética del cuidado esté defendiendo una lectura esencialista del comportamiento moral de las mujeres; sino que más bien, está describiendo la existencia de una voz diferente (Gilligan, 1982) [11], es decir, de otros modos de ser desde los que se pueda leer y narrar nuestra experiencia ética.

Según esta lectura, uno de los rasgos constitutivos de la ética del cuidado es ante todo la construcción de una ética del género; esto es, un enfoque interpretativo que logre dar cuenta de las relaciones de dominación que la sociedad ejerce sobre ciertos grupos humanos, lo que supone la ejecución de una apuesta crítica sobre nuestro presente. Así pues, una ética del cuidado vendrá a ser una aproximación teórica interesada por la forma en la que se configuran las relaciones humanas, pero, sobre todo, por el peso que tienen este tipo de relaciones a la hora de asumir nuestras obligaciones con el otro. Según Jaggar, la ética, en términos generales, tiene que ver con las posibilidades que emergen de la búsqueda de la libertad humana. Y, siguiendo dicha línea, la ética feminista coloca un especial énfasis en el trabajo de tres grandes temas. Primero: la articulación de una crítica moral hacia todas las actitudes y prácticas que perpetúan la subordinación de la mujer (y otros grupos excluidos). Segundo: la construcción de formas de resistencia moralmente justificadas frente a dichas acciones. Y tercero: el análisis de la experiencia moral femenina como una forma de repensar nuestra relación con el otro (Jaggar 2000) [15]. Tal vez este último punto sea uno de los temas más importantes a la hora de entender la relación que hay entre la crítica a las posturas éticas tradicionales, y la formulación de una manera de entender la ética desde el punto de vista relacional.

Una ética del cuidado no solo reivindica la esfera privada de la vida humana por hacer parte de una estrategia política centrada en el reconocimiento de la violencia de género. También lo hace porque la vida privada es un escenario caracterizado por valores y elementos que rara vez aparecen en el núcleo de una argumentación moral y que, según esta lectura, nos ofrecen una comprensión mucho más profunda de la vida humana. Dicho en palabras de Virginia Held (2006) [16]:

La ética del cuidado reconoce que los seres humanos son por muchos años de su vida dependientes, que el reclamo moral de los que dependen de nosotros para obtener la atención que necesitan es urgente, y que hay aspectos morales de gran importancia en el desarrollo de las relaciones de cuidado que permiten vivir y progresar a los seres humanos. Cada persona necesita cuidado durante al menos sus primeros años. Las perspectivas para el progreso humano y el florecimiento dependen fundamentalmente del cuidado de aquellos que lo necesitan, y la ética del cuidado subraya la fuerza moral de la responsabilidad de responder a las necesidades de la persona a cargo. La mayoría de las personas se enfermarán y dependerán durante algunos períodos de sus vidas posteriores, incluyendo en las etapas de vejez más frágil, y algunos que se encuentran discapacitados de forma permanente necesitarán atención durante la totalidad de sus vidas. Aquellas morales construidas sobre la imagen de la persona independiente, autónoma y racional pasan por alto en gran medida la dependencia humana que toda moralidad exige. La ética del cuidado asiste a esta preocupación central de la vida humana y delinea los valores morales involucrados. Se niega a relegar el “cuidado” a un escenario “exterior a la moralidad”. Cómo el cuidado de otros debe reconciliarse con las exigencias de, por ejemplo, la justicia universal, es un tema que debe ser abordado. Sin embargo, la ética del cuidado comienza con las reivindicaciones morales de los otros en particular, por ejemplo, de un hijo, cuyo valor puede ser convincente sin tener en cuenta un principio universal” [Traducción propia] (p. 538)

Así las cosas, según Klaver, Elst y Baart (2014) [17], al entender el cuidado como una práctica y no como una categoría filosófica podemos conseguir dos cosas. Primero: no caer en aquellas tendencias románticas que ven el cuidado como un ejercicio de coerción en el que, por ejemplo, el psicólogo impone sus valores y decisiones por encima de la autonomía del consultante; pues al encontrarse estrechamente vinculado con la reflexión ética, las actitudes que acompañan a las prácticas están siendo retroalimentadas por quien está siendo sujeto de cuidado. Y segundo: ampliar el rango de temas y problemas para analizar; ya que, una ética que descanse en el ejercicio y estudio de las prácticas, a la larga, nos permitirá involucrar cualquier asunto que afecte la esfera política y moral de la realidad. Así, en palabras de Klaver, Elst y Baart, “el término “práctica” proporciona cierto tipo de elementos que continuarán siendo importantes a la hora de comprender el cuidado, tales como los criterios (¿qué es un buen cuidado?), las virtudes (las excelentes propiedades o características de los cuidadores), las responsabilidades (¿quién hace qué?), y los valores (¿de qué se trata realmente el cuidado?” [Traducción propia]. (p. 759)


No somos agentes todo el tiempo. Gran parte de nuestra vida nos definimos como pacientes en virtud de alguna relación. Somos dependientes, interdependientes y nuestros actos a nivel individual son finitos y contingentes. Cada uno de nosotros necesitó, necesita y necesitará ser cuidado. Con lo cual, el cuidado implica el establecimiento de una relación, y aquí es donde la ética del cuidado trasciende las versiones más clásicas y radicales del sentimentalismo moral: no puede haber cuidado, es decir, no puede haber una consideración ética, sin que exista alguien que desee cuidar y alguien que necesite ser cuidado (Slote 2007, 10 - 15) [14]. La relación, en ese orden de ideas, se convierte en uno de los elementos ontológicamente constitutivos del ser humano. Estar en relación no es otra cosa que el correlato, o mejor, la expresión de este atributo. Necesitamos del otro todo el tiempo. Sin la presencia del otro no podríamos aprender el lenguaje, así como otro amplio número de operaciones mentales y psicomotrices. Sin embargo, esta dependencia e incluso, esta interdependencia no se parece, tal y como es entendida por las defensoras de la ética del cuidado, al concepto clásico de reciprocidad, esto es, a la versión contractual de la cooperación (Noddings 2013, 3 - 5). No cuidamos del otro por un contrato. La ética del cuidado tiene que ver con relaciones particulares, y en ese sentido, cuidar no es un asunto en el que nos sentimos favorablemente dispuestos hacia la humanidad en general. El cuidado requiere de un encuentro activo con individuos específicos; y no se puede conseguir, solamente, a través de buenas intenciones. Y por eso, la relación entre el terapeuta y el paciente; o entre el psicólogo y la población con la que trabaja resulta fundamental.

Cuidar entraña, por un lado, una actitud, que puede ser entendida como cierta capacidad para comprender las necesidades del otro, y en ese sentido, es aquello que nos permite articular un sentimiento adecuado hacia un determinado estado de cosas (llamemos a esta actitud “empatía”); por otro lado, cuidar tiene que ver con la puesta en marcha de un trabajo o una acción, indispensable al momento de resolver una necesidad (llamemos a esto una “práctica”). Así, “el cuidado tiene que ver con tener una cierta clase de mentalidad, pero también se encuentra relacionado con la asistencia de aquellos que necesitan ser cuidados” [Traducción propia]. (Tong 2014, 163) [12]. Ahora bien, gran parte del rechazo hacia la utilización de principios universales tiene que ver con el hecho de que el carácter relacional del cuidado permite identificar las necesidades del otro, y en ese sentido, es capaz de identificar hasta qué punto estamos desarrollando actitudes y prácticas orientadas por la empatía, y hasta qué punto podríamos estar instituyendo gestos paternalistas y asistencialistas. La forma en la que opera nuestra capacidad para juzgar una práctica, afirma la ética del cuidado, no descansa en la capacidad para aplicar principios a casos concretos, sino derivar de la singularidad del caso cuáles son sus elementos constitutivos y, de este modo, articular un determinado plan de acción. Justamente, para no caer en este tipo de malentendidos, Joan Tronto (2013) [18] definirá el cuidado como “un tipo de actividad que incluye todo aquello que hacemos para mantener, contener y reparar nuestro “mundo” de manera que podamos vivir en el de la mejor forma posible. Este mundo incluye nuestros cuerpos, nosotros mismos y nuestro ambiente” [Traducción propia]. (p. 19). Siguiendo esta clave de lectura, la definición de Tronto (2013) [18] entiende el cuidado fundamentalmente como una práctica, pero, además, identifica cuatro elementos constitutivos del cuidado que se pueden entender de forma simultánea como etapas, disposiciones o metas:

Cuidado. En la primera fase del cuidado alguien o algún grupo descubre o se da cuenta de necesidades de cuidado insatisfechas. Cuidar a. Una vez las necesidades son identificadas, alguien o algún grupo debe asumir la responsabilidad de hacer que varias de estas necesidades sean satisfechas. Dar cuidado. La tercera fase del cuidado requiere que el acto de dar cuidado sea realizado. Receptora de cuidado. Una vez que las prácticas de cuidado son realizadas, habrá una respuesta por parte de la persona, cosa, grupo, animal, vegetal, o el medio ambiente que ha sido atendida. Al observar la respuesta y hacer juicios sobre ella (por ejemplo, ¿el cuidado brindado fue suficiente, exitoso y completo?) llegamos a la cuarta fase de la atención. Hay que tener en cuenta que mientras que el receptor del cuidado puede ser el que responde, no tiene por qué ser así. A veces, el receptor del cuidado no puede responder. Otros en cualquier ámbito de cuidado también estarán en posición, potencialmente, para evaluar la eficacia del acto de cuidado. Y, en aquel que tuvo necesidades de cuidado previamente satisfechas, seguramente, surgirán nuevas necesidades” [Traducción propia] (p. 22 – 23).

Cuidar, en este contexto, tiene que ver entonces con una cierta modalidad para relacionarnos moralmente con otros. Una modalidad que, de la misma manera que sucede con las facultades de la razón, hace parte de los elementos constitutivos de la vida humana. Siguiendo esta clave de lectura, Sara Ruddick (1994) [19] afirma que, “los agentes de la práctica maternal que actúan en respuesta a las demandas de sus hijos adquieren un esquema conceptual -un vocabulario y una lógica de conexiones- a través de la cual ordenan y expresan los hechos y valores de su práctica” [Traducción propia] (p. 214) . Sin embargo, no estamos defendiendo la tesis según la cual, todas las relaciones de cuidado maternal son prácticas éticamente responsables; pues lo que hace valiosa una práctica no es, siguiendo la lectura de Held (1987) [20], dónde ocurre sino cómo ocurre. Y esta transición, al menos en el contexto de la práctica psicológica resulta fundamental, pues no se trata de identificar una mejor forma de leer el cuidado (en este caso la que podría ejercer una mujer) sino identificar el cuidado como una práctica, esto es, como un trabajo que recoge una multiplicidad de actividades y oficios que trascienden el problema de la relación entre una madre y su hijo. Así pues, si la experiencia moral que estamos analizando es “la experiencia de elegir conscientemente, de aceptar o rechazar de manera voluntaria, de vivir con estas decisiones, y, sobre todo, de actuar y de vivir con estas acciones y sus resultados [Traducción propia]. (p. 112 – 113), entonces, cualquier relación moral de estas características será una práctica de cuidado.

A partir del momento en el que entendemos que el cuidado no debe fundarse, o mejor, no debe confundirse con una cierta lectura del amor de las mujeres, sino que se trata de una actividad concreta, debemos aceptar que las obligaciones que nacen de esta práctica se deben distribuir de forma relativa al rol de los actores involucrados. Así, las responsabilidades que detenta un psicólogo como agente de cuidado, se encuentran íntimamente relacionadas con las condiciones que posibilitan un adecuado ejercicio de su profesión y, de igual modo, con las responsabilidades que detentan aquellos que tienen la función de organizar y regular dicha práctica. Supongamos que, frente a la incapacidad del psicólogo para atender apropiadamente a un consultante, su deber es de identificar los límites de sus acciones y, en consecuencia, derivar al consultante a otro profesional que esté en capacidad de dar cuenta de las necesidades del paciente. Aquí, parece ser que la máxima kantiana “deber implica poder” permite describir con mayor claridad el centro del problema. Se es responsable de una práctica siempre y cuando el marco de posibilidades que está a disposición del agente (en este caso el psicólogo) permita hacer algo; con lo cual, frente a la incapacidad de ofrecer un servicio que respete la autonomía, la dignidad y la integridad del usuario, la obligación es trasladar el caso ante un profesional que esté en capacidad de hacerlo.

 


Según Pope y Vásquez (2010) [21], la psicoterapia es posible y éticamente responsable gracias a que fundamenta sus decisiones en tres grandes pilares: la confianza, el poder y el cuidado. Así, los Estados y las comunidades académicas tienen la tarea de gestionar y administrar dicho oficio con el objetivo de otorgar un estatus profesional al psicólogo en virtud de sus conocimientos y de su relación con el paciente o con la población con la que trabaje. No es posible ejercer plenamente la psicología, en ese orden de ideas, sin contar con un documento que, además de regular el comportamiento del psicólogo, también fije las responsabilidades de las entidades encargadas de regular a la profesión. Sin embargo, a la luz del problema que se ha venido desarrollando a lo largo del texto, vale la pena tratar de problematizar, en primer lugar, aquel registro en el que la confianza ocupa un papel fundamental. A saber, el de los vínculos que se establecen entre el terapeuta y el paciente; entre el psicólogo organizacional y el empleado de una institución; entre el psicólogo educativo y el estudiante; entre el psicólogo social y la población con la que trabaja.

La confianza significa, al menos en una definición muy general, la capacidad para creer de forma integral en las acciones, prácticas y discursos ejecutados por un agente. Confiamos, en ese orden de ideas, que el profesional al que nos acercamos no solo tenga los conocimientos adecuados para el desarrollo de dicha actividad, sino que, además, reconozca los límites de sus propias acciones. Con esto en mente, la confianza se entrega a la base de una relación de confidencialidad con el profesional de la psicología en la cual el consultante revela problemas, secretos, temores e incluso fantasías, en aras de recibir una orientación apropiada a la luz de una serie de expectativas. No obstante, responder adecuadamente a dichas expectativas hace parte de la confianza, pero no la constituye en sí misma. La responsabilidad del psicólogo, en ese orden de ideas, es orientar todas sus actividades hacia la consecución de los objetivos fijados a lo largo del proceso psicológico; con lo cual, si dicho objetivo no es alcanzado en su totalidad no significa que el psicólogo haya vulnerado la confianza del paciente, sino que, dadas las circunstancias, el profesional actuó de tal manera que no prometió cosas que no se podían cumplir a cabalidad. Hacerlo, de alguna manera, no solo constituye una violación explícita a los principios de no-maleficencia y autonomía, sino que, además, significa un claro ejercicio de paternalismo.

A la base de la confianza entregada al psicólogo subyace un elemento fundamental que es, de alguna manera, el de la fragilidad del consultante. Narrar lo que nos sucede implica poner de manifiesto cierto tipo de información que no le contamos a todo el mundo. Y aquí es, precisamente, donde aparece el segundo pilar de la psicoterapia del que nos hablan Pope y Vásquez (2010) [21], a saber: el problema del poder. Según los autores, si la confianza es un aspecto entregado por el paciente, el poder es, en cierto sentido, el vehículo encargado de transportar la información y las expectativas del consultante hacia los objetivos fijados durante el proceso. Los psicólogos cuentan con un enorme poder (p. 36). Y este poder no se restringe únicamente a la posibilidad de hacer preguntas e indagar en áreas sobre las que los consultantes mantienen una cierta confidencialidad y que, de alguna manera, autorizan a través del Consentimiento Informado, sino que, dadas las circunstancias, el psicólogo tiene el poder de tomar decisiones capaces de afectar las libertades civiles de sus consultantes; como puede ser el caso de la pérdida o recuperación de la patria potestad de un menor de edad, o incluso, el inicio de una investigación penal por cuenta de algún caso de abuso sexual.

Otra faceta del poder es aquella que se encuentra íntimamente relacionada con el uso del lenguaje, esto es, con la capacidad para nombrar y definir. Los psicólogos evalúan, diagnostican, prescriben, y el peso de dichos enunciados puede, dadas las circunstancias, crear nuevas realidades para el paciente. Siguiendo esta línea, uno de los ejemplos más interesantes al respecto es el “Experimento de Rosenhan”, en el cual se buscaba determinar si los diagnósticos de enfermedades mentales eran identificables en los síntomas del consultante, o si, por el contrario, tales evaluaciones están en los ojos de los observadores. Sin duda, una de las conclusiones más interesantes de tal estudio es la idea de que algunas de las condiciones estructurales del ejercicio de la psicología, dentro de las cuales se destacan la escasa existencia de instituciones de salud mental que ofrezcan atención especializada en cierto tipo de trastornos, impiden una adecuada identificación del estado mental del paciente y lo hacen tremendamente vulnerable. Así, tal y como lo destacan Pope y Vásquez (2010) [21], citando a David Rosenhan:
Aquellas etiquetas, impuestas por profesionales de la salud mental, son tan influyentes en el paciente como lo son en sus amigos y familiares y no debería sorprender a nadie que el el diagnóstico sean una profecía que se cumple a sí misma. Eventualmente, el paciente mismo acepta el diagnóstico con todos su significados y expectativas asociadas, y se comporta de acuerdo a él. (p. 36).

Sin lugar a dudas este es un ejemplo localizado y útil para muy pocas áreas de la psicología, dentro de las que se destacan la rama de la psicología clínica, pero, no obstante, los autores consideran que es un problema susceptible de ser extendido a otros campos del ejercicio psicológico. Así las cosas, tal vez la mejor manera de hacerse cargo del amplísimo poder con el que cuenta el psicólogo es hacer de la confianza depositada por el consultante una relación de cuidado; toda vez que, aquello que hace del psicólogo un profesional no es, solamente, su formación académica sino su capacidad ética para situar las necesidades de su paciente por encima de otro tipo de consideraciones.

El cuidado, tal y como se ha presentado, es una actividad orientada hacia el mantenimiento y preservación del mundo en el que vivimos de tal manera que podamos hacer de él un lugar en el que podamos reconocer la pluralidad humana. No obstante, tal y como lo destacan Pope y Vásquez (2010) [21], en una dimensión un poco más localizada, esta es, la de la práctica psicológica, el cuidado se encuentra relacionado con el reconocimiento de las necesidades del consultante y, en consecuencia, con la adopción de una serie de actitudes y responsabilidades para consigo mismo y con el consultante (p. 39 – 40). Así las cosas, no podemos dar por hecho que el cuidado es una especie de instinto, a pesar de que, según Nel Noddings, esta actitud se encuentre atravesada por factores y elementos de carácter evolutivo. Al contrario, en el centro de las reflexiones sobre el cuidado el componente educativo sale a la luz como una especie de plataforma desde la que se da forma a esta práctica. Ahora bien, teniendo en cuenta lo anterior y a manera de cierre conviene preguntarse ¿cómo diferenciar el cuidado de otro tipo de gestos que, aunque superficialmente pueden tener resultados similares, en el fondo, resultan prácticas tremendamente dañinas y destructivas para el consultante?

Uno de los mayores retos a los que se tiene que enfrentar el psicólogo durante su ejercicio profesional es, nuevamente, el problema de los límites. ¿Hasta dónde es posible intervenir? ¿Hasta qué punto los prejuicios del psicólogo pueden orientan el comportamiento del consultante? ¿Hasta qué punto la falta de información puede lastimar la autonomía del paciente? En gran parte una de las razones que justifica la figura de una tarjeta profesional, no es solamente la de asociar a los miembros de un gremio, sino la de establecer fronteras. Es en este contexto donde los códigos deontológicos se presentan como recursos o principios de acción para el ejercicio profesional. Se presume, en ese orden de ideas, que quien ajusta su conducta a los principios del código sería un profesional éticamente responsable, en este contexto, un psicólogo éticamente responsable. Sin embargo, defender una actitud de tales características significaría, en gran parte, estar a favor de una especie de adoctrinamiento, esto es, una aplicación ciega de la norma por mor de lo que está plasmado en el código. Aquí, el problema de los límites no aparece como una zona clara frente a la cual el profesional de la psicología es consiente, sino como un muro que le impide observar cuáles son los peligros que se encuentran más allá de dicha frontera. Esto no significa, de manera alguna, que los manuales o códigos deontológicos carezcan de utilidad, sino que la formación ética basada única y exclusivamente en ellos puede producir una cierta ceguera que, a la larga, podría resultar mucho más problemática. No en vano el mismo Manual Deontológico y Bioético del Psicólogo afirma que “constituye una falta ética toda conducta debidamente tipificada, así como aquella que, aun cuando no se ha tipificado en virtud de un proceso deliberativo se demuestra que transgrede los principios rectores de carácter ético que han de guiar la actuación profesional” (p. 57)

Tal y como aparece formulado en la literatura especializada, uno de los aspectos más peligrosos de la relación que hay entre el ejercicio de la psicología y sus límites es, como lo hemos visto, el del paternalismo. Según Roxanna Lynch (2015), el paternalismo puede ser entendido como una interferencia en las acciones y las decisiones de un agente, dirigida contra su voluntad, pero orientada, en principio, hacia su propio bien (p. 115 - 116). El paternalista no solo cree que está en capacidad de analizar mejor una determinada situación, sino que, además, no está interesado en reconocer otra opinión y, en consecuencia, ejecuta un curso de acción que a juicio propio considera como el mejor de todos. Siguiendo el esquema esbozado por Gerald Dworkin (2010), Lynch (2015) afirma que nos encontramos con actitudes paternalistas cuando se da el siguiente estado de cosas:

X actúa paternalísticamente hacia Y al levar a cabo (omitir) Z: 1. Z (o su omisión) interfiere con la libertad o autonomía de Y Y. 2. X lo hace sin el consentimiento de Y. 3. X lo hace solamente porque Z incrementará el bienestar de Y (dónde esto incluye prevenir la reducción de su bienestar), o en alguna manera promueve los intereses, valores o bien de Y. [traducción propia] (p. 116).

Siguiendo las lecturas de Lynch y Dworkin, el paternalismo, en cualquiera de sus modalidades, involucra como uno de sus ingredientes principales el análisis de la justificación de quien realiza el acto paternalista. Hablamos de paternalismo cuando identificamos una justificación que suprime la autonomía, así como otro tipo de principios del centro de las consideraciones que debería tener el consultante para la toma de decisiones. En el campo de la psicología hablamos de paternalismo, por ejemplo, cuando algunas de las prácticas del profesional atentan contra principios como la autonomía, la no maleficencia y la solidaridad. El Consentimiento Informado, en ese orden de ideas, es un mecanismo diseñado para que los consultantes conozcan en qué consiste un acompañamiento o intervención psicológica, cuáles son sus derechos, qué es lo que se va a hacer con la información suministrada, quién puede tener acceso a ella y cuándo se rompe el secreto profesional. Hablamos de paternalismo, en esa medida, cuando el psicólogo decide omitir de forma parcial o total algún dato o aspecto importante que el consultante debería tener en cuenta para la toma de una decisión, por ejemplo, bajo la justificación de que demasiada información puede confundir al consultante, distrayéndolo del objetivo principal. Así mismo, el paternalismo se encuentra presente en la práctica psicológica cuando, habiendo asumido el compromiso de atender a un consultante, el psicólogo niega o se abstiene de prestar la atención debida. Aquí es importante distinguir entre la negación para aceptar un consultante y la negación que se da una vez el profesional se ha comprometido a atender al paciente; ya que en el primer caso no hay fuente de obligación, mientras que en el segundo sí.

 

Las secciones precedentes nos han permitido familiarizarnos, a través de un recorrido por diferentes posturas, con una imagen del cuidado como una práctica , motivada por sentimientos y conceptos, que responde a las necesidades del otro (a sus llamados) y que es constitutiva de nuestras relaciones; hemos caracterizado dichos llamados como una manifestación de la dignidad que, trascendiendo lo vital pone de manifiesto la persecución de un proyecto, la pretensión de validez de los discursos y otras luchas por el reconocimiento básicas para nuestra constitución como personas plenas. Hemos insistido en que el riesgo del ejercicio del cuidado tiene que ver con el traspaso de una delgada frontera que puede llevarnos al paternalismo y las visiones asistencialistas. No obstante, no hemos señalado la dificultad conceptual en la que se encuentra la propuesta: la de una apuesta que pretende compatibilizar dos modos muy diferentes de enfrentarse a los problemas morales.

La psicología en Colombia es una profesión que, en lo que respecta a asuntos morales, se ha construido sobre la postulación de una serie de principios. Félix Rojas (2016) [3] nos ha mostrado que se trata de normativas que vienen de múltiples tradiciones (liberalismo, personalismo, doctrinas gremiales, etc.) y que su incorporación en la praxis del psicólogo requiere un tipo particular de comprensión que se basa en la adopción de una suerte de principialismo jerarquizado, una moral de mínimos y máximos dirían otros (al menos eso es lo que propone Colpsic, para dar cuenta de forma coherente de una multiplicidad de tradiciones). En cualquier caso, lo que podemos ver es que la Ley 1090 de 2006, así como la Ley 1164 de 2007 son normativas que, influenciadas por las visiones más clásicas del análisis moral, terminan por constituir una deontología basada en principios. Se trata de una visión de la moral con pretensiones universalistas que se basa en conceptos y en las que la autonomía tiene un valor preponderante. No consideramos que sea una perspectiva errónea, pero lo que nos muestra la reflexión adelantada al interior de las éticas del cuidado, es que resulta incompleta, ya que no da cuenta de las motivaciones que puede haber tras cierto tipo de actos como el cuidado.

El trabajo adelantado al interior de los tribunales de deontología nos ha mostrado que la falta ética, esto es la acción que está en contravía con los principios éticos que deben regir el actuar del psicólogo y que se expresa en un incumplimiento de los deberes o un atentado contra ciertos derechos, pocas veces es el resultado de un desconocimiento de la norma o de los principios, lo que significa que el conocimiento de un concepto no es necesariamente garantía para la realización de un tipo particular de acto. Muchas personas sabiendo lo que deben hacer, no lo hacen y eso nos habla de la poca fuerza vinculante de una visión moral basada en conceptos, en normativas y principios generales.

Cualquiera que haya intentado ofrecer una formación moral basada en conceptos se da cuenta que son muy pocas las ocasiones en las que este tipo de reflexiones pueden modificar una conducta. En ese sentido, se ha señalado que el problema es que muchas de las acciones que llamamos morales son el fruto de ciertos sentimientos que están a la base de nuestras relaciones con los otros y que, en esa medida, la formación moral no puede desvincularse de una formación en sentimientos morales. Pero ¿cómo es posible una tal formación? En un sentido general la formación de un sentimiento depende de la vivencia de cierto tipo de experiencias que lo configuran; en esa medida, podemos señalar que los sentimientos no son gratuitos y mucho menos naturales, pero no podemos afirmar que sea sencillo crearlos en tanto que suponen la sistematización de una experiencia, la posibilidad de su réplica en un ambiente formativo.

La ética del cuidado, por su parte, menciona que estos sentimientos que configuran prácticas como el cuidado surgen en el marco de la vida privada y bajo la lógica de tales espacios pero que, en modo alguno, se trata de estrategias susceptibles de ser replicadas en los espacios de lo común. Para algunos de estos autores no es posible pensar un tránsito de las prácticas morales de la vida privada a los problemas de justicia de la vida pública, pues se trata de lenguajes diferentes con dinámicas particulares. Hay autores que consideran que las prácticas de la vida privada, que la ética del cuidado estudia, no pueden devenir doctrina moral ya que este tipo de aproximaciones invisibilizan el carácter relacional e interdependiente de la existencia humana. Por su parte, del lado de las visiones basadas en principios y, en particular, desde la deontología se piensa que el problema de la acción moral tiene que ver con la auto-imposición de una serie de normas y, en esa medida, con un ejercicio de racionalidad en el que poco o nada tienen que ver los sentimientos pues estos, de hecho, distraen el uso consciente de la razón.

Nosotros, de otro lado, consideramos que tanto la ética del cuidado como la deontología dan cuenta de diferentes lados de la acción moral y que, de hecho, deberían entrar en diálogo, pero no para que una termine por imponerse sobre la otra, sino para pensar una vía intermedia que permita comprender con mayor amplitud el problema de la formación moral y, en particular, el problema del cuidado. Cuando se revisa el Acuerdo # 15[2] y en particular la matriz con la cual finaliza, se comprende que hay un principio de carácter general que es el de responsabilidad, esto es la asunción de una respuesta frente a los llamados de la dignidad que encuentra su manifestación en la acción que se adapta a principios, con lo cual se da cuenta de los deberes de los profesionales y los derechos de los usuarios. Hemos señalado que ese ejercicio de responsabilidad es la asunción de un compromiso con el cuidado y el reconocimiento y, en esa medida, al caracterizar el cuidado se ha dicho que se trata de un trabajo para enriquecer la experiencia del otro mientras se promueve su bienestar lo que, por supuesto, también aplica para el cuidado de sí. No obstante, en sentido general la acción de cuidado no aparece como un ejercicio de racionalidad, aunque se trata de un ejercicio de coherencia con lo que somos. No es el fruto de una auto-imposición; antes bien, hablamos de una acción que se basa en el reconocimiento del valor del otro, de su rostro, en ese sentido de una particular sensibilidad que está a la base del ejercicio del cuidado.

Se trata, consideramos, de una sensibilidad que es necesario crear a través de un ejercicio de crítica que ponga en cuestión los velos ideológicos que no nos permiten ver el valor del otro y sus llamados. Una sensibilidad que, de igual manera, para surgir requiere que las personas, en este caso los psicólogos, puedan ser partícipes de experiencias que configuren un tipo particular de sentimientos como la empatía, experiencias que rompen con los sentires más arraigados en una cultura violenta que no cuida de los otros. En esa medida, el ejercicio del cuidado requiere del trabajo conjunto de las instituciones para diseñar espacios que, basados en reglas particulares, generen prácticas y sentires que apuesten por el desarrollo de una sensibilidad que permita responder por el otro desconocido y no solo por aquel con el que existen lazos afectivos. Consideramos que solo de ese modo la deontología podrá contar con la fuerza de motivación necesaria para que las personas, efectivamente, decidan actuar en conformidad a principios en tanto que guías normativas que les permiten dar cuenta de una particular sensibilidad. Este trabajo de construcción de sentimientos basado en experiencias, aunque hay interesantes ejemplos como la idea de comunidad justa, los juegos de roles, el análisis de dilemas, el aprendizaje cooperativo y a través del servicio, etc. en términos generales está por venir y es un deber de las instituciones (en particular de las universidades) tomarlo como guía para la formación de sus estudiantes.


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Rosemarie Tong destaca que, junto con la ética del cuidado, existe una amplia gama de enfoques en el campo de la ética feminista, que pueden ser reunidos bajo el término “Status-Oriented Feminist Approaches to Ethics”. Según Tong, la diferencia entre esta última lectura y la ética del cuidado reside en el hecho de que las “orientaciones feministas con enfoque ético” defienden una tesis según la cual, las preguntas y las consideraciones sobre la justicia preceden a las reflexiones sobre el cuidado; mientras que, para la ética del cuidado, el problema principal descansa en la posibilidad de leer los problemas morales en clave relacional a la luz de sentimientos, actitudes y aprendizajes (Tong 2014)
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