Bioética y Biopolítica

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Por Phronimos, Centro de Formación de Ética y Ciudadanía de la Universidad del Rosario para Éticapsicologica.org  Diciembre de 2018

El vínculo entre bioética y biopolítica parecería estar dado de ante mano por un criterio lingüístico o etimológico. Por un lado, en la bioética se hablaría de una serie de reflexiones éticas en el campo de la experimentación biológica, es decir, una investigación relacionada con los criterios morales que debemos utilizar al momento de manipular la vida humana o animal; claro está, desde el punto de vista de las licencias o prohibiciones que tenemos sobre ellas. Por otro lado, desde la biopolítica se hablaría de un campo de trabajo en el cual, los Estados, a través de su política pública, estarían encargados regular aquellos proyectos, estrategias y planes orientados hacia la intervención o modificación de la vida humana y animal. Así las cosas, ambos escenarios, tanto el ético como el político, parecerían encontrarse asociados en virtud del prefijo bio, es decir, vida.        

Ahora bien, dicha interpretación no es lo suficientemente rigurosa, consistente ni estable; de hecho, como lo veremos a lo largo del texto, no pareciese resistir un análisis de lo que sería la génesis de ambos términos. Así las cosas, a pesar de que es cierto que la partícula bio sugiere una relación entre ambas palabras, no es posible deducir, así como tampoco encontrar buenas razones para pensar que la conexión entre biopolítica y bioética se sostenga únicamente a la luz de la cópula entre prefijo y sustantivo. Una primera idea que parece sustentar dicha afirmación es el que, cuando hablamos de biopolítica, nos referimos a un concepto de naturaleza filosófica, utilizado para analizar, describir y problematizar las relaciones entre política y vida. Y, por lo tanto, al igual que sucede con todos los conceptos, su función está asociada a la capacidad para decir algo acerca de un estado de cosas. Los conceptos le imprimen lógica, orden y consistencia a la realidad cada vez que tratamos de explicarla o sistematizarla. Su función, tal y como ha sido entendida, es la de explicar estados de cosas y servir de horizonte para la construcción de nuevos conocimientos. Cuando hablamos de conceptos, en últimas, nos estamos refiriendo a la pieza más básica y elemental de todo el proceso de conocimiento humano, razón por la cual sería el recurso encargado de diferenciar, limitar y articular experiencias.

Por Phronimos, Centro de Formación de Ética y Ciudadanía de la Universidad del Rosario para Éticapsicologica.org  Diciembre de 2018

El vínculo entre bioética y biopolítica parecería estar dado de ante mano por un criterio lingüístico o etimológico. Por un lado, en la bioética se hablaría de una serie de reflexiones éticas en el campo de la experimentación biológica, es decir, una investigación relacionada con los criterios morales que debemos utilizar al momento de manipular la vida humana o animal; claro está, desde el punto de vista de las licencias o prohibiciones que tenemos sobre ellas. Por otro lado, desde la biopolítica se hablaría de un campo de trabajo en el cual, los Estados, a través de su política pública, estarían encargados regular aquellos proyectos, estrategias y planes orientados hacia la intervención o modificación de la vida humana y animal. Así las cosas, ambos escenarios, tanto el ético como el político, parecerían encontrarse asociados en virtud del prefijo bio, es decir, vida.        

Ahora bien, dicha interpretación no es lo suficientemente rigurosa, consistente ni estable; de hecho, como lo veremos a lo largo del texto, no pareciese resistir un análisis de lo que sería la génesis de ambos términos. Así las cosas, a pesar de que es cierto que la partícula bio sugiere una relación entre ambas palabras, no es posible deducir, así como tampoco encontrar buenas razones para pensar que la conexión entre biopolítica y bioética se sostenga únicamente a la luz de la cópula entre prefijo y sustantivo. Una primera idea que parece sustentar dicha afirmación es el que, cuando hablamos de biopolítica, nos referimos a un concepto de naturaleza filosófica, utilizado para analizar, describir y problematizar las relaciones entre política y vida. Y, por lo tanto, al igual que sucede con todos los conceptos, su función está asociada a la capacidad para decir algo acerca de un estado de cosas. Los conceptos le imprimen lógica, orden y consistencia a la realidad cada vez que tratamos de explicarla o sistematizarla. Su función, tal y como ha sido entendida, es la de explicar estados de cosas y servir de horizonte para la construcción de nuevos conocimientos. Cuando hablamos de conceptos, en últimas, nos estamos refiriendo a la pieza más básica y elemental de todo el proceso de conocimiento humano, razón por la cual sería el recurso encargado de diferenciar, limitar y articular experiencias.

Bioética

La bioética es una disciplina o un área de investigación, es decir, se trata de un campo de trabajo orientado al análisis de las relaciones que se dan entre la investigación técnica y científica de las ciencias naturales y su posible intervención y usos en la vida humana y animal, así como en medio ambiente. A diferencia del concepto, las disciplinas se especializan, es decir, abordan temas cada vez más específicos y, en general, marcan una forma de trabajo. Así las cosas, una disciplina es un campo mucho más robusto, ya que no solo abarca el uso de múltiples conceptos, metodologías, técnicas y teorías, sino que además se presenta como una especie de repositorio de conocimientos y reflexiones acerca del mundo. Esto significa, entonces, que las disciplinas fluctúan a través de determinados campos de interés y, por lo tanto, se puede decir que surgen en determinados contextos, bajo ciertas demandas y orientadas hacia un campo específico de objetivos.

Ahora bien, las diferencias señaladas se tornan mucho más difíciles si se piensa por un momento en la doble interpretación que experimentó el campo de la bioética durante los primeros años de su nacimiento. Tal y como lo señala Le Blanc (2015), el término bioética fue acuñado inicialmente por el bioquímico estadounidense Van Rensselaer Potter y utilizado por primera vez en un breve artículo titulado “Bioethics: the science of survival” en otoño de 1970. No obstante, a diferencia de la manera en la que hoy día entendemos la bioética, en aquel momento esta disciplina empezó siendo interpretada como una ciencia encargada de precisar la relación del ser humano con el mundo, sobre todo, desde el punto de vista de lo que hoy día se conoce como ecología. Allí, el propósito de Potter era resaltar el carácter interdependiente del ser humano y, con esto, pensar en una serie de estrategias normativas encargadas de orientar nuestra relación con el medio ambiente. Al parecer la idea de Potter era establecer una crítica a la actitud extractiva y destructiva del ser humano y, desde ese lugar, poner de manifiesto el hecho de que el planeta tierra es el único lugar en el cual el hombre puede existir; de ahí que, según Potter, es indispensable reflexionar éticamente acerca de cómo debe ser nuestra relación con él.

Hoy en día la bioética es una disciplina que se encuentra mucho más vinculada con la medicina que con cualquier otro campo de investigación; de ahí que una buena parte de sus investigaciones oscila, sobre todo, alrededor de la manera en la cual los nuevos avances científicos y tecnológicos presentan una serie de problemas relacionados con la forma en la que entendemos el ser humano y la vida animal. Todas estas reflexiones, todavía muy prematuras, empezaron a tomar forma con la creación del Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics en el año de 1971. Allí, siguiendo la idea de su primer director, el médico André Hellegers, era fundamental afrontar aquellos problemas de naturaleza moral relacionados con la existencia humana y la proliferación de nuevas tecnologías, primero, desde el punto de vista estrictamente médico, es decir, desde la pregunta por los límites de las intervenciones clínicas y científicas; y después desde el punto de vista ético, esto es, desde la protección de la autonomía del paciente.

Sin embargo, en aquel momento el componente médico no jugó un papel tan protagónico como se esperaba. Tal y como lo destaca Evans, durante una buena parte de la década de 1970, los primeros años de la bioética como disciplina fueron colonizados por los departamentos de filosofía y teología de las universidades. No resulta extraño, por lo tanto, señalar que el Kennedy Institute fue uno de los primeros lugares en los que la doctrina personalista haya empezado a tomar forma. En ese sentido, a pesar de que el trabajo de Potter y la fundación del Kennedy Institute se presentan como momentos paralelos, el horizonte de trabajo de esta organización no siguió la estela iniciada por Potter y, al contrario, instituyó una nueva visión más cercana a nuestra comprensión actual de la bioética (Evans, p. 104 – 108). Este doble nacimiento, si se puede llamar así, de alguna manera marcó el horizonte sobre el que se articula la relación entre bioética y biopolítica. Así las cosas, de acuerdo con Le Blanc,

[a]unque la bioética médica está dirigida a las personas para proteger su existencia contra el poder médico, la bioética en el segundo sentido concierne a todos los seres vivos, e incluso al ecosistema en su conjunto. Además, la bioética ecológica supone un fuerte debate sobre la interdependencia de todos los seres vivos y se ocupa de la protección del futuro. La bioética médica, por el contrario, aboga por la independencia de todas las personas y tiene lugar en el seno de la sociedad (Le Blanc, p. 29 – 30 traducción propia).

Biopolítica

Hasta ahora ha quedado claro que el término bioética y su respectiva profesionalización se da a finales de la década de 1960 e inicios de la década de 1970, pero ¿desde cuándo empezamos a hablar de biopolítica? De acuerdo con Darryl Gunson, paralelo al nacimiento de la bioética, Michel Foucault introdujo el concepto de biopolítica en el discurso académico, y aunque no fue el primero en utilizar la palabra (ya se había utilizado para describir diversos enfoques de la vida y la política), desde entonces la biopolítica ha estado asociada con una serie de enfoques de las ciencias sociales que se centran en diversos aspectos de las luchas políticas que rodean a la vida en general, así como a la pérdida de control que la gente puede experimentar sobre sus vidas debido al Estado y a otras influencias (Gunson, p. 120). La biopolítica, en ese orden de ideas, no es un ejercicio de traducción de los diferentes problemas y controversias científicas y éticas al lenguaje de la política pública, sino que se trata más bien de una manera de entender la relación entre el fenómeno de lo político y la vida desde el punto de vista de la forma en la que se constituyen dispositivos que gobiernan e intervienen la existencia humana.

Tal y como ha sido mencionado, una de las principales diferencias entre la bioética y la biopolítica descansa en la conexión que ambas tienen con el prefijo bio. Así, a diferencia de la conexión entre bio y vida, propia de la jurisdicción de la bioética, en el lenguaje de la biopolítica bio debe ser entendido como un principio que hacía de los hombres seres con existencia política en la antigua Grecia. Esto quiere decir, según Foucault, que el término bio tenía la función de cualificar una forma de vida en particular y, por lo tanto, de diferenciar entre aquellos seres que gozan de la participación pública y aquellos que no. Esto, sin embargo, no puede ser interpretado como simple una experiencia relativa a una época, sino que, al contrario, está relacionado con una serie de dispositivos a través de los cuales comprendemos al otro y que hoy día también están presentes entre nosotros. Existir políticamente se da a través del reconocimiento del bios. Por ejemplo, en un Estado moderno un ciudadano tiene derecho a elegir a los representantes que lo gobiernan gracias a que el Estado ha reconocido su existencia política (bios) a través del concepto de ciudadanía. Sin embargo, cuando un inmigrante llega a otro país la posibilidad de participar en los asuntos públicos queda completamente anulada; es como si el bios no fuera un principio susceptible de ser aplicado al modo de ser migrante, y que lo único en lo que puede convertirse es en objeto de una serie de medidas orientadas al cuidado de su dimensión física o natural.

            Ahora bien, según Foucault, esta actitud de cuidado y protección “humanitaria” es relativamente nueva. Durante mucho tiempo, a los Estado no le interesó cuidar y proteger a sus ciudadanos, sino más bien, ejercer su capacidad para sancionar, escarmentar y dar muerte. Pensemos, por ejemplo, en los diferentes instrumentos de castigo que se han utilizado a lo largo de la historia contra aquellos que no cumplían la palabra del soberano, y pensemos también en la forma en la cual el castigo sanguinario se convirtió durante mucho tiempo en una estrategia para disciplinar a la población en el cumplimiento de las normas legales de un Estado. Hoy en día, sin embargo, parecería que la actitud del Estado ha experimentado una inversión; un giro que sugiere una preocupación renovada por el bienestar de los ciudadanos. Aquí, el tratamiento humanitario, tal y como sucede con ejemplo del inmigrante, se utiliza para asegurar lo que se conoce como condiciones de vida digna (alimentación, vestido, primeros auxilios, etc.); sin embargo, al mismo tiempo, este tratamiento humanitario se instituye como un mecanismo que anula su existencia política. Siguiendo esta idea, un aspecto fundamental de esta comprensión de la política implica que el Estado Moderno se convierta en el absoluto protector de nuestras condiciones naturales y materiales de vida. Esto, en principio, no resulta ser una mala idea; el problema aparece cuando el cuidado y protección el Estado no se da en el contexto de las relaciones humanas, sino cuando se traslada al sujeto mismo, es decir, cuando el soberano asume la responsabilidad de protegernos, incluso, de nosotros mismos. Nuestro derecho a la vida se convierte en una obligación: tenemos que vivir.

            Tal y como lo destaca Luca Paltrinieri, esta nueva actitud del Estado hacia la vida de su población puede verse reflejada de una manera ejemplar en el quehacer de la bioética. Esto no significa, de manera alguna, que las transformaciones de las que habla Foucault sean un fenómeno propio del siglo XX, sino más bien, que la bioética constituye un momento interesante para ver la forma en la que la muerte o, mejor, la prolongación de la vida adquiere un estatus fundamental en las relaciones entre el Estado y su población (Paltrinieri, p. 35). Pensemos, por ejemplo, en la declaración de muerte de una persona. Durante siglos, el acto mediante el cual juzgábamos y determinábamos el fallecimiento de alguien solía ser una decisión propia del médico o de la familia del paciente; sin embargo, hoy día la muerte del otro es objeto de un complejo protocolo científico: la espera de un cierto número de horas después de que desaparezca la actividad eléctrica del cerebro, la reunión de un comité de expertos y médicos, las observaciones y pruebas póstumas antes de informar a la familia; es como si la muerte se convirtiera en un experimento propio del orden científico y, con esto, se estuviera desplazando el límite de la muerte a fin de alargar la vida, y el dominio que tiene el soberano sobre ella. La política moderna, afirma Foucault, no está interesada en asegurar las condiciones de posibilidad de la existencia política de los hombres (bios), sino que, al contrario, está obsesionada con dominar, legislar y, sobre todo, comprender el fenómeno de lo político desde el punto de vista de la mera existencia biológica del hombre (zoé). Esta, se podría decir, es la característica más importante del Estado moderno. Al soberano le preocupa alargar y proteger la vida, pero solo desde el punto de vista meramente biológico. La biopolítica, entonces, deberá ser entendida, al menos de forma general, como el análisis de un conjunto de prácticas y dispositivos orientados a prolongar la existencia de los seres humanos desde el punto de vista estrictamente biológico o natural.  Así las cosas, pensar en la vida implica pensar en la muerte y, por lo tanto, en el hecho de que el final de la vida no debe asumirse como un tema estrictamente bioético, es decir, como una reflexión sobre el papel que tiene la tecnología y la ciencia sobre la autonomía y la dignidad de los hombres, sino como un escenario atravesado por diferentes prácticas y dispositivos que reducen la existencia humana a su estrato biológico y animal. Ahí está el problema: la biologización de la política y de la existencia humana.

Su lugar en la sociedad

Siguiendo esta idea, el nacimiento de la bioética se puede leer como un esfuerzo por desestabilizar y dislocar aquellas formas de control sobre la población que se dan a través del ejercicio de la biopolítica. No podemos olvidar, por lo tanto, que la emergencia y consolidación de la técnica y la ciencia posteriores a la Segunda Guerra Mundial escindió las fronteras entre naturaleza y cultura, provocando que la posibilidad de modificar la vida al interior de un laboratorio se convirtiera en una alternativa legítima y perfectamente viable para cualquier persona. La fertilización in vitro, por ejemplo, no solo representaba la consecuencia de una serie de esfuerzos técnicos y científicos al respecto, sino que inauguraba la posibilidad de alterar la vida tal y como la conocemos. Este tipo de circunstancias desorientó y superó las categorías de la ética médica clásica; de ahí que, en adelante, tanto la medicina como la ciencia biológica, debían ponerse en la tarea de pensar en una nueva manera de orientar el discurso moral.

Uno de los principales efectos que se desprenden de esta nueva configuración descansa en la alteración que experimentó la relación entre médico y paciente. Tal y como lo señala Foucault, durante el periodo comprendido entre finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, el nacimiento de la institución social de la clínica alteró la relación entre el médico y el paciente. A partir de ese periodo los enfermos abandonaban la privacidad de sus hogares para internarse en instituciones en las que iban a ser analizados con técnicas y procedimientos muchos más precisos y adecuados.  En este contexto es en donde se empieza a configurar las relaciones de autoridad entre el saber y el poder y, por lo tanto, donde aparece el concepto moderno de enfermedad. Adicional a esto, el nacimiento de la medicina anatomoclínica terminó por desplazar el lugar del paciente en la relación con el médico por considerar que los datos que compartía eran incompletos, subjetivos y poco confiables; de ahí que, en adelante, sería la semiología de la enfermedad la encargada de orientar los diagnósticos del médico. 

            La sustitución del lugar del paciente en favor del concepto de enfermedad en la medicina moderna es confrontada por la defensa de la relación entre médico y paciente en el contexto de la bioética contemporánea. Si para la medicina moderna el discurso del paciente es un recurso poco confiable y, en consecuencia, sustituible por un análisis de la semiología de la enfermedad, para la bioética es fundamental actualizar el vinculo entre médico y paciente. La bioética se presenta, entonces, como una práctica de cuidado entre el profesional y el consultante, toda vez que su preocupación principal es la defensa de la autonomía y la independencia del agente frente a las múltiples amenazas e intervenciones a las que los seres humanos se exponen hoy día en los campos de la experimentación científica y la medicina. Siguiendo este orden de ideas, el nacimiento de la bioética trae consigo el origen de la “persona enferma”, esto es, un sujeto que reclama autonomía y dignidad en su trato, y que pretende convertirse en condición de posibilidad de toda práctica médica. Acudir en su ayuda implica, entonces, escoger una de dos grandes alternativas: reconocer su estado de vulnerabilidad, por un lado; o dañar, modificar, intervenir o eliminar, por otro. Hoy en día la medicina cuenta con un enorme poder para curar, pero también para matar. Así las cosas, la bioética aparece como un tipo de reacción en contra de cierta tendencia destructiva de la medicina, pero también como una forma de resistencia en contra de la tendencia estatal a sustituir la existencia política de sus ciudadanos en favor de una existencia meramente biológica. En último término, necesitamos de la bioética para formular argumentos en contra de todas aquellas formas de intervención médica sobre la vida que pasan por alto aquellos valores constitutivos de nuestra existencia política como la autonomía y la dignidad.

Bibliografía

Evans, J. (2012). The history and future of bioethics. A sociological view. New York: Oxford University Press

Gunson, D. (2017). “On the Relationship Between Bioethics and Biopolitics: What Bioethics Can Learn from Biopolitics?”. En Bioethics and Biopolitics. Theories, Applications and Connections. P. Kakuk (Ed). New York: Springer

Le Blanc, G. (2015). “A brief history of bioethics”. En The Care of Life. Transdisciplinary perspectives in Bioethics and Biopolitics. M. de Beistegui; G. Bianco; M. Gracieuse (Eds.). London: Rowman & Littlefield

Paltrinieri, L. (2015). “Between (Bio)-Politics and (Bio)-Ethics: What’s life?” En The Care of Life. Transdisciplinary perspectives in Bioethics and Biopolitics. M. de Beistegui; G. Bianco; M. Gracieuse (Eds.). London: Rowman & Littlefield

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